04 diciembre 2012

Poemas y crímenes

 

Ediciones Gavrielides es una pequeña casa editorial, dedicada, en gran medida, aunque no exclusivamente, a la publicación de poesía griega contemporánea. Desde hace tiempo es una de mis editoriales fetiche, por dos razones. La primera: es la editora de las novelas policiacas de Petros Márkaris, uno de mis escritores favoritos, al que, una vez más, recomiendo encarecidamente desde aquí. La segunda: por el Poems 'n' Crimes, la cafetería que alberga en el vestíbulo de su sede, en la angosta y sombría calle Ayías Irinis, a dos pasos de Monastiraki. Primero descubrí la cafetería, recién inaugurada, hace algo más de un año. Después supe que los libros y los utensilios de imprenta que veía a través de las vidrieras no eran simples objetos de decoración vacíos de contenido, como es habitual en tantos cafés, sino que aquella hermosa vivienda de finales del XIX, recién remozada, era la nueva sede de una editorial. Y en ese momento supe que este café habría de ser mi steki, que es como los griegos llaman al local que suelen frecuentar, al punto de encuentro habitual con los amigos.
Anoche me encontré inesperadamente en la presentación del libro de un conocido, que tuvo lugar, como de costumbre, en el pequeño salón de actos que hay en la primera planta. Tras la lectura de poemas, el acto continuó en la cafetería, donde se dio un pequeño recital de guitarra con canciones cuya letra había escrito también el anfitrión. Acomodado en la barra, al fondo, detrás de guitarrista y poeta, semioculto entre vasos y botellas, observo a los asistentes: muchos amigos y familiares, bastante gente joven, todos desconocidos... y, de pronto, una cara familiar. Al principio dudo, pues está cabizbajo, prensa tabaco en su pipa, que en seguida prende y, con la primera calada, expele una nube de humo que asciende hasta diluirse en la oscuridad de la sala. Coronilla totalmente despoblada, adornada por una greña blanca en la parte posterior. Petros Márkaris se me manifiesta de repente entre el público y ahogo un pequeño conato de júbilo, como si acabara de encontrar a Wally tras una búsqueda de horas.

Lo observo a ratos. El recital continúa en medio de un ambiente íntimo y agradable. Comparte mesa  con el dueño de la editorial (¿el señor Gavriilidis, supongo?), un campechano cincuentón, que tiene más pinta de tabernero que de editor literario: pantalón marrón de paño, camisa blanca a rayas y unos tirantes que circunvalan los laterales de una protuberante barriga. Al terminar el acto, coincido con el editor en el vestíbulo del aseo, donde se ha producido un pequeño overbooking. Este, espontáneo y afable, bromea con los presentes. Cualquiera diría que ese hombre sonriente y dicharachero, que en su juventud debió de ser el guaperas del barrio, es el dueño de una editorial. En cualquier caso, no hay pizca de altivez ni petulancia en él y eso hace que se meta al personal en el bolsillo.

La audiencia se dispersa, el café se vacía lentamente. Márkaris sigue en su mesa, a solas con su pipa. Desde cerca parece mucho más enjuto y frágil que en la tele o en las fotografías. Siempre me pasa; espero de las personas que admiro, sobre todo si es debido a su talla artística o intelectual, una presencia mucho más imponente, como si el físico debiera corroborar su solidez de espíritu o  intelecto. Mi admiración por este escritor no se debe únicamente a los momentos de intriga literaria que me ha brindado a través de su comisario Jaritos, sino también a su visión límpida e inteligente de la crisis griega, que ha sabido plasmar de forma magistral en diversos artículos publicados en prensa (como este). Por un momento pienso en acercarme a saludarlo, pero en seguida desecho la idea. No quisiera molestarlo y en momentos como estos me vence la timidez. Se me dan mucho mejor los cumplidos desde el otro lado de la página. Además, ¿quién sabe?, puede que un día sea él quien me dirija a mí la palabra, aunque sea para pedirme el azúcar. Al fin y al cabo, según parece, compartimos el mismo steki.

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