27 noviembre 2012

Ítaca

Francisco Rodríguez Adrados, prestigioso lingüista y helenista, académico de la Lengua y de la Historia, acaba de recibir, a sus 90 años, el Premio Nacional de las Letras. Desde su tribuna de galardonado, Adrados denuncia el peligro de exterminación de las lenguas clásicas en secundaria que presagia la reforma del ministro Wert. Desde que terminé el instituto, con los últimos coletazos de la Ley General de Educadión del 70, no había vuelto a interesarme por el devenir de las clásicas tras la LOGSE. Sabía que el latín había dejado de ser obligatorio, que la carga lectiva se había reducido significativamente y que existía una asignatura llamada cultura clásica. Nada más.

A raíz de la noticia, decido echar un vistazo a la página web de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC), de la que Adrados fue fundador y es hoy presidente honorario. Allí he podido tomar el pulso a las clásicas en España y la verdad es que anda muy acelerado. Parece que este enésimo refrito de reforma educativa podría ser la cicuta definitiva para el latín y el griego clásico en secundaria. Esto, que para muchos no tendrá la menor importancia, traerá, como los anteriores refritos, más ignorancia a las aulas hoy y a la ciudadanía mañana.

Ya estando en COU pensaba, y lo ratifico ahora, a posteriori, que había sido muy afortunado por haber pertenecido a las últimas promociones del plan antiguo. Gracias a ello, accedí a la universidad con tres años de latín y dos de griego a mis espaldas. Sin ellos, probablemente nunca habría elegido, de entre el enorme elenco de asignaturas de libre configuración, una tan minoritaria como el Griego moderno. ¿Y por qué habría de hacerlo? Seguramente habría sabido bien poco acerca de Grecia hasta hace un par de años, cuando le estalló la crisis en las manos, como le ha ocurrido a gran parte de los españoles.

Sin mi bagaje "clásico" no podría haber aprendido el griego moderno con la facilidad y el placer con que lo hice desde el primer momento. Sentía una gran curiosidad por la versión moderna de aquella lengua tan apasionante como antigua, que, a diferencia del latín, había sobrevivido al paso de los siglos. Sentía como si, después de leer una larga saga de aventuras, hubiera encontrado un libro apócrifo que revela qué fue de los protagonistas al cabo de los años. Mi pasión y esmero pronto se verían recompensados; en seguida llegaron las becas de verano, los agotadores vuelos con escala (uno era estudiante y no podía permitirse vuelos directos), los cambios de divisa (¡benditos dracmas!) y ese chute de adrenalina ante lo desconocido (créanme, el caos griego se ha vuelto mucho más manejable en la era de Internet). Esos veranos en que combiné las clases de griego con compañeros muy diferentes a los de la facultad (la mayoría estudiantes aventajadísimos de la Europa del Este) con los primeros suvlakis, el frappé y la luz del verano heleno me marcarían para siempre.

Han pasado dieciséis años desde que aprendí a leer y escribir el alfabeto griego y evoco con una sonrisa aquellas horas de práctica, de caligrafía. Esos códigos extraños como jeroglíficos fueron poco a poco cobrando sentido, formando palabras en las que, ¡oh, sorpresa!, enraizaban muchas del español, para después narrar mitos y realidades que definieron por siempre las civilizaciones venideras... hasta nuestros días. Hoy me descubro, adulto ya, tras una larga travesía por las islas del norte, donde otras ninfas me cortejaron, desembarcado en mi Ítaca, esta Atenas que se desangra, víctima del capitalismo oscuro. Sin embargo, lejos de lamentarme, peleo y evoco a Cavafis:
Ítaca te dio el hermoso viaje.
Sin ella no hubieras salido al camino.
Pero ya no tiene nada para darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
Sin el griego clásico y el latín no habría hoy ni viajes ni Ítacas. Ni siquiera habría Ulises.

16 noviembre 2012

La muerte como salida (o la Psicología de la Resistencia)

Es viernes por la mañana. Atenas se ha despertado bajo un cielo gris, como de hormigón, y con la vista fija en el horizonte, pienso en la muerte. No tanto influido por el día, sino por el artículo con el que hoy acompaño mi café mañanero que dice que los casos de suicidio en Grecia han aumentado un 40% en el primer semestre de 2012, en comparación con el año anterior. Con todo, el país sigue estando a la cola de la tasa de suicidos a nivel mundial y son países idílicos, como los escandinavos, los que siguen en cabeza. Este dato vuelve a demostrar, especialmente en esta época en que parece que los mediterráneos menospreciamos más que nunca nuestra tierra, nuestra historia, nuestros valores, que en todas partes cuecen habas y que en el norte habrá más "calidad de vida" (así, en abstracto), pero algo oscuro deben de esconder las entrañas de esa tierra, porque si no, no se explica...  

Continúo rumiando este interesantísimo artículo (dejo el link aquí, para los que sepan griego), horas después de leerlo, porque, a diferencia de las noticias en prensa, deja a un lado números y  estadísticas, en la medida de lo posible, para analizar el caldo de cultivo en que se producen estos suicidios. Carga las tintas en los sentimientos y el estado de ánimo de los griegos (los casos de depresión se han triplicado en el último trienio) y transmite, al fin, un mensaje desdramatizador y alentador. Las crisis siempre han formado parte de la vida del hombre, y no nos referimos sólo a crisis económicas, sino también a las guerras, cataclismos, dictaduras... El problema de esta "guerra ecónomica" en que está inmersa Grecia, a diferencia de un conflicto bélico convencional, radica en que a los ciudadanos no pueden siquiera consolarse con la idea de la victoria. Es como si los griegos no tuvieran derecho a la esperanza, sentimiento imprescindible de todo pueblo en mitad de una contienda.

En las guerras convencionales está claro quién es el enemigo y quién el aliado; aquí se lucha contra un enemigo invisible e inidentificable. Ni siquiera los aliados sobre el papel (la UE, la Troika) se sienten como tales entre la población civil. Se diría, pues, que los pueblos del sur de Europa están luchando, sin apenas armas y con los griegos en primera línea de combate, contra una fuerza oscura que nadie sabe de dónde viene ni cómo se desplaza, pero que parece imparable. Con este panorama, no es de extrañar que cada vez más personas se hayan quitado la vida. Son, en su mayoría, personas indefensas o que pertenecen a los grupos más "vulnerables": jubilados con pensiones bajísimas, parados, personas ahogadas por las deudas... Cualquiera que haya visto una buena película o leído un libro sobre alguna guerra real sabe que no eran pocos los que preferían el suicido antes de caer en manos del enemigo. Parece que la muerte autoimpuesta, tanto entonces como ahora, es una de las cartas que el ser humano baraja en situaciones de miseria, opresión, violencia o esclavitud.

Pero vayamos al mensaje desdramatizador, que es lo que nos interesa, lo que necesitamos para salir adelante; mi intención al escribir este post no es hacer leña del árbol caído ni meter el dedo en la llaga ajena, sino todo lo contrario. En el artículo se recoge un concepto que, sin saberlo, ya había abrazado hace meses, no porque sea muy listo, sino porque en su momento me contagié yo también del desánimo, ese fantasma negro que la crisis siembra en la sociedad, hasta que un buen día decidí hacerle frente. Los psicólogos lo llaman "psicología de la resistencia"; yo hasta ahora lo llamaba instinto de supervivencia animal. Basta ya de llorar nuestra desdicha (que, bien mirado, no es tan grave, ya que, como decía el bueno de Murphy, ¡mañana puede ser peor!). Basta de buscar subterfugios victimistas para no hacer lo poquito que está en nuestra mano para aliviar el dolor colectivo, para salir adelante. Esta crisis es un desafío más de la vida que debemos aprovechar para conocernos mejor, para sacar fuerzas de flaqueza, para alejarnos del demonio del egocentrismo onanista alimentado por  el consumismo desaforado, para volver a sentir que somos personas, no consumidores, y que nos necesitamos los unos a los otros. Y todo esto, además, disfrutando del camino, disfrutando de la única vida que tenemos. La psicología de la resistencia es, en palabras del psicólogo Apóstolos Sabaziotis, "la aceptación de una determinada realidad, no para someternos a ella, sino para enfrentarnos a ella y transformarla". Es comenzar la revolución por uno mismo y su entorno. Es negarse a ser un muerto en vida.

13 noviembre 2012

Una ciudad magnetizante

Siempre he dicho que Atenas es una gran ciudad... a su manera. Sé que en muchos aspectos no está a la altura de la mayoría de las capitales europeas. Claro que la mayoría de las capitales europeas tampoco pueden competir con Atenas en historia y simbolismo. Puede que hayan pasado milenios desde que la ciudad aportó su granito de arena (en este caso, toneladas de mármol) a la Humanidad, pero esa potente energía que iluminó a Occidente antes incluso de que el Cristianismo llegara para quedarse sigue presente entre los no pocos vestigios que salpican la metrópoli contemporánea.

Dicen que la Acrópolis, como tantos sitios de veneración ancestral, ya sean obra del hombre o de la naturaleza, forma un campo magnético de tal intensidad que hace que no la sobrevuele ave alguna. Yo, que al principio recelaba de esta teoría, no sólo he terminado por creerla, sino que, además, sospecho que debe de estar imantada; sólo así se explica que en medio de este tsunami siga aquí, orgulloso habitante de esta Atenas que se descompone poco a poco a causa de una crisis absurda y cruel. 

Todo esto se me pasaba por la cabeza mientras volvía a ver este maravilloso vídeo que condensa en cinco minutos un día cualquiera de los habitantes liliputienses de una Atenas diminuta, magnetizada de encanto y magia. La música la pone el genial Gustavo Santaolalla. Que lo disfruten.



07 noviembre 2012

A solas con la Historia

Es uno de los edificios más bonitos y mejor situados de la ciudad, en una simpática plazuela ajardinada a apenas doscientos metros de la enorme Syntagma, y, sin embargo, es un gran desconocido para locales y foráneos por igual. Puede que el Museo Nacional de Historia no exhiba objetos del calibre de los del Museo de la Acrópolis o el Arqueológico Nacional, pero en los tiempos que corren no hay sitio mejor que éste para contextualizar la debacle que se está produciendo en este país.

El valor añadido de este modesto museo es el precioso edifico neoclásico que lo alberga: el palacio del Antiguo Parlamento, inaugurado en 1875, obra del arquitecto francés François Boulanger, posteriormente modificado por el griego Panayotis Kalkos. Ésta fue la primera sede permanente del parlamento griego hasta que en 1935 se trasladó a la actual, el antiguo Palacio Real, en la plaza de Syntagma.

Es sábado por la mañana y apenas hay una docena de personas en el edificio, contando al personal del museo, lo que hace que la experiencia sea aún más íntima, pues entre los objetos de todo tipo que se exponen y el visitante no media más que un profundo silencio. 

Gran parte de la historia moderna y contemporánea de Grecia, ésa que el extranjero desconoce casi por completo, está concentrada en este palacete: la era bizantina, los cuatro siglos de ocupación otomana (que los griegos llaman Turkokratía), la Revolución de 1821 y la turbulenta historia del siglo XX, las Guerras Balcánicas, las Guerras Mundiales... Son muchos los retratos de los griegos ilustres de estos últimos dos siglos, la mayoría héroes de la Revolución y mandatarios de primer orden: Otón I, príncipe bávaro que se convertió en primer rey de Grecia; Ioannis Kapodistrias, primer presidente del gobierno asesinado por un anarquista en 1831; Theódoros Kolokotronis (alias "el Viejo de Morea"), quizá el más grande de los héroes nacionales, cuya estatua ecuestre se encuentra a las puertas del museo, o el legendario Eleftherios Venizelos, con diferencia el personaje político más venerado, en cuyo honor se han bautizado calles y plazas en casi todas las ciudades de Grecia, además del nuevo aeropuerto de Atenas, inaugurado en 2001.


El salón de plenos es la estancia central en torno a la cual se disponen el resto de salas del museo. Aunque relativamente pequeña y desprovista de grandes lujos, no pierde un ápice de su solemnidad, añejada por la Historia, gracias a sus lámparas de araña y sus bancadas semicirculares, que durante años ocuparon políticos ilustres que pasaron a la Historia y que poco debieron de parecerse a los que hoy se sientan en el Parlamento de Syntagma, aquellos que tras saquear las arcas del Estado durante décadas, insisten en seguir desgobernando un país que ellos mismos arruinaron.


01 noviembre 2012

La isla de los leprosos

Spinalonga, la última leprosería de Grecia os espera. "Dejad toda esperanza los que aquí entráis". Estos versos del Canto III del Infierno, de la Divina Comedia, se reproducen sobre un enorme panel negro en una de las entradas a la ciudadela. Spinalonga, la isla de los leprosos, a menos de un kilómetro de la costa nororiental de Creta, se alza como un espejismo sobre el brillo cegador del mar.

Es una tarde tórrida de finales de agosto. Nos apresuramos a coger la última barca que lleva al otro lado, a la orilla maldita de la isla de los malditos. "Tú, el último leproso". Es el nombre de la exposición del artista griego Kostas Tsoclis, que ha realizado una intervención en el sitio arqueológico sirviéndose de la pintura, la escultura, la música... Una cruz colosal descansa sobre la puerta principal de la fortificación, en cuya cima ondean un centenar de banderas negras que ya durante la travesía en barco presagian la suerte que espera al visitante a su llegada.

Desembarcamos. El sol quema la vieja piedra veneciana de los bastiones, el viento se cuela por entre las rendijas de los postigos desvencijados y silba burlón al pasar por chimeneas y muros agujereados. El túnel por el que nos adentramos en el castro está forrado de espejos que reflejan nuestros cuerpos y los multiplican. Hubo un tiempo en que los espejos estaban prohibidos en este lugar para evitar que los enfermos vieran cómo sus cuerpos se consumían, pasto de la lepra. Personas estigmatizadas de por vida, apartadas de sus seres queridos y del resto de la sociedad. Muchos de ellos, desesperados, intentaron escapar a nado, de noche, ganar la orilla de enfrente y volver junto a sus familias, recuperar sus vidas... 


Pero no todo era llanto y miseria en la última leprosería de Grecia. Como siempre ha demostrado a lo largo de su historia, el ser humano se adapta, sobrevive y lucha por un mañana mejor, aunque éste se vea constreñido por unas gruesas murallas rodeadas de mar. Aquí, en esta vieja fortificación medieval, crearon una comunidad autosuficiente, un mini Estado, con sus comercios, su hospital, sus huertos, sus hornos... Estos hombres y mujeres sufrieron los devastadores efectos de una enfermedad aún peor que la lepra: la ignorancia, la intransigencia y la injusticia humanas. Homo homini lupus. Y a pesar de todo, estos parias de una sociedad podrida trabajaban, reían, se enamoraban, soñaban... En 1957 la leprosería cerró definitivamente y consiguieron su libertad y volvieron a sus casas, a sus familias.

Han pasado más de dos meses desde aquella tarde de sol y silencio en la isla deshabitada, pero cada vez que pronuncio ese nombre, Spinalonga, y cierro los ojos, vuelve a mí la estampa recortada por las ventanas del viejo hospital en ruinas: 
el zumbido ensordecedor del silencio, 
el infranqueable mar
y los montes de Creta, 
tan cerca
                y a la vez
                                 tan 
                                      lejos.