24 septiembre 2010

Un año de Atenas

Hace exactamente trescientos sesenta y cinco días pisaba Atenas por primera vez no como turista, sino como inmigrante, en el sentido más puro de la palabra. Cuando evoco las impresiones y emociones de aquel día y los venideros, el lapso que media entre el entonces y el ahora se me antoja casi abismal. Recuerdo que mi llegada fue completamente diferente a la de ocasiones anteriores, en las que Atenas era simplemente un lugar de paso a otras destinaciones o un efímero destino vacacional. Esta vez, sin embargo, apenas pude disfrutar de la belleza y el encanto del casco histórico ni deseaba ser uno más de los muchos turistas que aún correteaban por Plaka. Mis ojos empezaban a ver más allá, posados en un mapita recorrían una y otra vez miles de calles y avenidas alejadas de las zonas turísticas, barrios enteros que desconocía por completo y me preguntaba una y otra vez dónde estaría mi nueva casa, cuál sería mi barrio, qué estación de metro o qué línea de autobús se convertiría en el fondo de pantalla de mi nueva vida en Grecia.
 
Hoy, trescientos sesenta y cinco días después, miro aquel viejo mapa de bolsillo arrugado (que aún suelo llevar encima para consultas discretas cuando el entramado urbano me pone a prueba) y pongo a cada uno de esos coloridos trazos rectilíneos no sólo una imagen de su aspecto real, sino además un anexo con todo tipo de informaciones y precisiones (si es una avenida ruidosa o una zona pija o si hay algún café entrañable). Mi Atenas hoy es, desde luego, otra. Ha pasado sólo un año, pero mi forma de percibir esta ciudad y este país ha cambiado radicalmente. Puede que el mito griego idealizado durante años a base de estancias de verano y alguna que otra vacación se me haya caído estrepitosamente, pero no es menos cierto que esta nueva imagen del país, menos idílica pero más real, sigue hechizándome de un modo que aún no alcanzo a explicar... Pero esto lo dejaremos para el siguiente post.

09 septiembre 2010

Cereza y cemento

A veces la vida no deja de ser una tonta ironía sin sentido aparente. Esto pensaba el otro día al enterarme de la inminente publicación de un libro donde una adolescente que había pasado la mitad de su vida encerrada en casa de un viejo chiflado narra su calvario. El dinero todo lo puede y todo lo cambia. Imagino cuán diferente será su futuro de su horrible pasado. Lo mismo pensé cuando me enteré de que la policía había detenido en Madrid por conducir hebrio a un conocido profesor universitario. Tras hacer un poco de memoria, comprobé que se trataba del mismo profesor que hace unos pocos años había saltado a la fama por recibir una brutal paliza que casi acaba con su vida al acudir en defensa de una mujer que estaba siendo golpeada en plena calle. En mi memoria caché, aquel hombre había quedado clasificado como un héroe contemporáneo. Hoy, después de haber leído bien la noticia y enterado de la carrera política que sobrevino a aquella gesta heroica, aún más enaltecida por los medios, vuelvo a sospechar que los héroes ya no existen. 

Las personas, como la vida misma, somos la suma de nuestros contrastes. Hoy no eres nadie para el mundo y vives en condiciones infrahumanas y mañana saltas al estrellato de manos de los mass media y la industria editorial. Ayer eras un símbolo de gallardía y humanidad y hoy apareces ante el país como un mindundi irresponsable mascullando excusas patéticas. Esto y más pensaba hace un rato, asomado a mi balcón, mientras un precioso atardecer violeta acariciaba, de nuevo, el feo y gris horizonte ateniense... Contrastes abismales también los de este país a ratos miserable y a ratos fabuloso... Por eso hoy cambio el ocaso de cereza y cemento de la capital, por este otro de mar y ensueño, en la pequeña isla de Elafónisos, apenas unas semanas atrás. Quizá esto nos convenza de que aún quedan héroes por nacer.

01 septiembre 2010

Entre el cielo y el mar

La de Punda es una de esas playas de las que los griegos dirían que no son para bañarse. Situada en uno de los cabos más meridionales del Peloponeso, el único atractivo del lugar es el atracadero cercano desde el que parten  los ferries para la vecina islita de Elafónisos. Sin embargo, a los ojos de un español acostumbrado a las playas (en gran parte, normalitas) del litoral ibérico, violadas sistemáticamente por políticos corruptos e inversores sin escrúpulos, este retazo de arena pulverizada, más blanca aún a la tibia luz del ocaso, se transforma de repente en el ansiado oasis al final de una larga y apasionante incursión rumbo al Sur por retorcidas carreteras entre olivares centenarios. 

En este mar de cristal, el cuerpo flota como una tabla a merced de la corriente, y en el horizonte las dunas fosforecen aún bajo la luz titilante de la luna. Definitivamente, no es para bañarse, pienso, sino para reconciliarse con este viejo Mar y añorar el propio litoral perdido.

En este improvisado baño tardío en esta especie de Fin del Mundo, entre el cielo y el mar, no hay más que mar.