Ahora que llega el verano y esta tierra se convierte en lo más parecido a un paraíso terrenal, no podía dejar de tratar uno de mis mayores deleites: los exquisitos cafés fríos. Lo primero
que hay que entender es que en Grecia el café es un ritual y como tal requiere
tiempo y preparación y su precio va en consonancia. Probablemente estos sean vestigios de su herencia oriental, pues lo cierto es que aquí nadie se toma el café en
menos de una hora (para eso se compran uno para llevar en cualquiera de los
locales de snacks y bebidas que trufan las calles de cualquier ciudad). Tampoco se
improvisan tan fácilmente los cafés en esta tierra: la elección de la cafetería no es tema baladí, lo
cual tiene su lógica, pues un café en grupo puede alargarse horas...
Quizá por ello Grecia se precia de tener el café más caro
de Europa, nunca mejor dicho. El café más
barato, el café griego (o sea, el turco del país vecino), no suele bajar de los dos euros y el capuchino suele rondar
los cuatro en las cafeterías del centro de Atenas. En las cafeterías de hoteles y zonas más
exclusivas los precios son sensiblemente mayores, pudiendo incluso doblar esta
cantidad. La diferencia entre el café en Atenas y el de otras ciudades
europeas, amén de la calidad y la enorme variedad, es que aquí el cliente puede
pasarse toda la tarde (y todo el día, como quien dice) sin que nadie se moleste
por ello. Esa práctica tan descortés como malintencionada de retirarte la taza
en cuanto se vacía que acostumbran en ciertas ciudades españolas es aquí del todo inconcebible, una
profanación del ritual. Por tanto, se podría decir que en el precio del café se
incluye, además de los impuestos pertinentes, el derecho de “sentada” y
abastecimiento de agua, que es otra de las señas de identidad del café
helénico. Raro es el recibimiento que no
venga acompañado de un vaso de agua (o una jarra, según el número de personas
que se sienten a la mesa). Del mismo modo, es habitual que un camarero se pase
por las mesas rellenando los vasos vacíos a lo largo del ritual cafetero que,
como he dicho, puede llegar a alargarse varias horas. Son estos pequeños detalles
los que hacen del café en este país una experiencia mucho más agradable que en
otras latitudes.
Pero centrémonos en los cafés fríos, de verano, que es lo que nos interesa. Por café frío no me
refiero a echar cubitos de hielo gordos como pedruscos al café, como acostumbramos
en Hispania, ni esos experimentos con mucha espuma, mucha leche, mucho sirope
y poco café que comercializan las franquicias de café americanas. Me refiero a bebidas
realizadas con café de verdad como base y tratadas de forma que se enfríen. El
frappé entraría en esta categoría, pero buen café, lo que se dice buen café, no
es.
Sin duda, si hay un café
“intrínsecamente” griego, a pesar de tener nombre francés, ese es el frappé.
En efecto, este café y espumoso es el buque insignia de los cafés fríos en Grecia. Inventado por pura serendipidad por Dimitrios Vakondios, empleado de la casa Nestlé, en la Feria Internacional de Tesalónica en 1957, en pocos años se convirtió, junto con el "griego" tradicional, en el café preferido en esta tierra. Como café, no tiene gran calidad, pues no deja de ser café soluble, batido hasta convertirse en espuma, mezclado con hielo, agua fría y, opcionalmente, un chorrito de leche (evaporada, por lo general). Se podría considerar más bien un refresco a base de café. En cualquier caso, no hay hogar que no tenga una batidora de frappé (ya sea una pequeñita manual o una grande, como las que tienen las cafeterías). El desayuno estándar del currito griego: frappé y tirópita.
Durante décadas, el frappé fue el único café frío. Sin embargo, en los últimos años la variedad se ha multiplicado: freddo espresso, freddo latte y, mi preferido, con diferencia, freddo
cappuccino. Un buen capuchino frío no es fácil
de encontrar, pero cuando das con uno perdonas la mitad de los defectos que tiene este país. La bebida no tiene mucha ciencia: un buen espresso (normalmente
doble), con la cantidad de azúcar que el cliente desee, al que se le añaden
pequeños cubitos o hielo picado (¡ojo, que no granizado!) y a
continuación, abundante crema de leche (afrógala),
espesa y blanca como si fuera merengue. El resultado es
exquisito: una especie de cóctel bicolor, una hermosa terraza bañada por el sol
y el cielo azul del Sur sobre la cabeza.
Todo un deleite.
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