07 diciembre 2011

Del éxodo y el abandono

Hace unos días, con motivo de su cumpleaños y aun a riesgo de que la factura del móvil se disparara como suelen hacer los spreads de un tiempo a esta parte, decidí llamar a una amiga de mi tierra y felicitarla de viva voz, ya que hacía tiempo que no teníamos noticias el uno del otro. Tras los saludos y la felicitación de rigor, la pregunta del millón no tardó en llegar: ¿Hasta cuándo tienes pensado quedarte? Es lógico que mi amiga me haga esta pregunta, en vista de la situación inestable y del panorama nada halagüeño que se presenta, pero no puedo evitar que se me encoja un poquito el corazón. En esta temporada de éxodos e inmigración económica, me resulta cada vez más difícil justificar (incluso a mí mismo) mi firme determinación a permanecer en Atenas, cuando cada vez más jóvenes griegos y españoles están marchándose en pos de un futuro mejor, que no parecen encontrar en sus patrias. Se me encoge el corazón porque la respuesta desnuda, despojada de los envoltorios de los no pocos motivos (ciertos, pero secundarios) que aduzco es que siento que mi sitio, para bien o para mal, sigue estando aquí. No pongo en duda que los éxodos, entendidos como la migración (forzosa o autoimpuesta) a otro lugar en busca  de prosperidad pueden ser beneficiosos, pero en el fondo no dejan de ser una tragedia. En mi caso particular, considero que una huida preventiva de Atenas sería, además, un éxodo espiritual, mucho más duro que el terrenal y, en combinación con este, difícilmente soportable.


Pensando en la no tan lejana inmigración económica de la que se nutrieron las grandes urbes modernas, observo que una de las diferencias entre esta Atenas que parece vaciarse poco a poco y las metrópolis españolas (Madrid, verbigracia) es que aquí todo el mundo tiene un pueblo. Incluso los nacidos en la capital, para quienes Atenas es su ciudad, cuando se les pregunta de dónde son suelen responder "soy de tal pueblo" o "tengo origen de tal isla", aunque el pueblo o la isla en cuestión sea en verdad el de sus padres o incluso el de sus abuelos. No es casual, pues, que el fenómeno del "éxodo rural", que se produjo en España y Grecia más o menos de forma simultánea, se denomine en griego "astikopíisi" (urbanización), cargando las tintas en el destino del trayecto, en un intento de negar(se) que esto suponía el abandono de los pueblos de origen, del origen a secas, de aquellos que se instalaban en la gran ciudad. Este apego por el terruño tiene sus efectos positivos (en Grecia no hay pueblos fantasma como en nuestra Castilla la Vieja), pero también negativos (una de las causas que, en mi opinión, explican la dejadez de la Atenas actual es que muchos de sus habitantes vinieron aquí no por gusto, sino por necesidad, no llegando nunca a sentir ni a amar esta ciudad como propia).

Por eso, ahora que se recrudece el clima, tan necesario es dejarse llevar por la corriente migratoria en busca de horizontes nuevos como plantarle cara al miedo y reparar el que ya tenemos, pues dar un paso al frente no conlleva necesariamente un desplazamiento. Además, digo yo que alguien tendrá que quedarse a recoger las hojas y podar la ciudad para cuando llegue la primavera, que un invierno no dura eternamente.



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