Pensando en la no tan lejana inmigración económica de la que se nutrieron las grandes urbes modernas, observo que una de las diferencias entre esta Atenas que parece vaciarse poco a poco y las metrópolis españolas (Madrid, verbigracia) es que aquí todo el mundo tiene un pueblo. Incluso los nacidos en la capital, para quienes Atenas es su ciudad, cuando se les pregunta de dónde son suelen responder "soy de tal pueblo" o "tengo origen de tal isla", aunque el pueblo o la isla en cuestión sea en verdad el de sus padres o incluso el de sus abuelos. No es casual, pues, que el fenómeno del "éxodo rural", que se produjo en España y Grecia más o menos de forma simultánea, se denomine en griego "astikopíisi" (urbanización), cargando las tintas en el destino del trayecto, en un intento de negar(se) que esto suponía el abandono de los pueblos de origen, del origen a secas, de aquellos que se instalaban en la gran ciudad. Este apego por el terruño tiene sus efectos positivos (en Grecia no hay pueblos fantasma como en nuestra Castilla la Vieja), pero también negativos (una de las causas que, en mi opinión, explican la dejadez de la Atenas actual es que muchos de sus habitantes vinieron aquí no por gusto, sino por necesidad, no llegando nunca a sentir ni a amar esta ciudad como propia).
Por eso, ahora que se recrudece el clima, tan necesario es dejarse llevar por la corriente migratoria en busca de horizontes nuevos como plantarle cara al miedo y reparar el que ya tenemos, pues dar un paso al frente no conlleva necesariamente un desplazamiento. Además, digo yo que alguien tendrá que quedarse a recoger las hojas y podar la ciudad para cuando llegue la primavera, que un invierno no dura eternamente.
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