Primera mañana en Atenas. Bajo a uno de mis cafés preferidos y me dejo imbuir poco a poco del espíritu helénico. La peatonal calle Olimbíu, que cuando me mudé aquí apenas se conocía fuera del barrio, está ahora plagada de cafeterías y bares y se ha convertido en uno de los hotspots atenienses. Aunque son casi las once, los cucakiotes aún se están desperezando y tengo la terraza del café casi en exclusividad, solo compartida con un hombre y su libro en una mesa apartada. Oigo las conversaciones del cafenío de abueletes un poco más allá. Digo mi primer calimera. Pido mi primer café. Ya estoy aquí.
Entro en una
especie de trance, arrullado por el bisbiseo de los abuelos e hipnotizado por un juego de luz y sombra de ramas sobre mi cabeza. No me percato de que una mesa cercana se ha llenado de turistas japoneses. Me fijo bien; no hay duda, son turistas. Mapas, guías y fotos.
Seguro que no son los primeros, pero no recuerdo haber visto más turistas en
este sitio aparte de los que yo mismo he traído (básicamente, amigos de visita).
No le doy mayor importancia hasta que en la mesa de al lado se sientan tres hombres de mediana edad. Por las pintas, también turistas. Su
acento lo confirma. Turistas ingleses. Y aquí he de confesar que empiezo a
sentir fastidio. Sobre el murmullo de los jubiletas se impone la interferencia del
inglés súper British (que me encanta
oír en su isla, pero me rechina en mi café de barrio ateniense, qué quieren que les
diga). Tras pedir no sé qué a la camarera, parece que no les
convence el sitio y deciden marcharse, dejando sobre la mesa los vasos de
agua (esa refrescante bienvenida griega que bien podríamos adoptar en España).
Frunzo el ceño. Me parece una descortesía. Pero me alegro de que se hayan ido, la verdad.
Entonces miro al otro
lado; mis amigos japoneses disfrutan de un desayuno supuestamente griego (un
gran tazón de yogur con muchas cosas), cuando la realidad es que los griegos no
desayunan, a no ser que sea un frappé para llevar y una tirópita en la otra mano. De hecho, si preguntan a un griego cuál
es el desayuno nacional, casi seguro responderá: cafés ke tsigaro, un café y un cigarro. Pues eso. Sigo observando a los turistas
japoneses. Los veo instagramear sus súper desayunos.
Hasta aquí puede parecer
que soy un esnob, que estoy en contra de los turistas (especialmente, los
extranjeros), sin tener en cuenta que yo mismo soy extranjero. Pero déjenme que
les explique el porqué de mi disgusto. En primer lugar, como suelo decir a mis
amigos griegos para que dejen de invitarme la primera vez que me ven cada vez
que vengo (haciendo cálculos, creo que como y bebo de gorra un par de semanas
al año), mientras tenga casa en Grecia y pague mis facturas, no soy un
visitante. Y nada tengo en contra del turismo ni de que los turistas o
visitantes se adentren por los barrios más auténticos (yo soy el primero que
introduzco a todo aquel que me visita por los sitios "de verdad"). Sin
embargo, no puedo dejar de sentir pena e impotencia al ver que mi Koukaki está
contagiándose de esa misma turistificación malsana que carcome el centro de las
ciudades españolas (Madrid, Barcelona y Sevilla, entre otras), cuyos barrios más legendarios están sufriendo la destrucción del tejido vecinal, que es precisamente lo que los hace únicos.
Hace poco leí que Koukaki era el barrio más demandado en airbnb y el quinto mejor valorado a nivel mundial por sus usuarios. La prensa ateniense lo
viene ensalzando desde hace años como el "pequeño París ateniense" (a todas luces, exagerado) y epítetos del estilo. Y ahora parece que ha trascendido al
mercado turístico. Quizá eso explica que los precios no hayan bajado desde el
batacazo del corralito y la oferta para alquiler a largo plazo haya caído. No tengo nada en contra
de que los bares del barrio se internacionalicen y que los turistas vayan (¡al fin!) más allá de Plaka y Monastiraki y se dejen envolver por el ambiente mágico de esta ciudad, pero no me gustaría ver cómo mi horno
preferido deja de hacer sus grandiosas empanadas o los pequeños negocios (algunos de ellos con un toque creativo y artesanal) que trufan las calles Veícu y Dimitracopulu desaparezcan para convertirse en franquicias de multinacionales o tiendas de souvenirs como los de la calle Adrianú. Si hay algo que sigue
caracterizando a Grecia del resto de Europa, para bien y para mal, es su
autenticidad y lo genuino de su carácter, su gente y sus costumbres. Si eso
también lo venden a la globalización, entonces este país habrá quedado, de
verdad, totalmente en ruinas.
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