03 agosto 2014

La Flor de Levante

Admito que tenía mis prejuicios sobre Zante, la más meridional de las Islas Jónicas. De entrada, hasta la forma de nombrarla en español me resultaba (y me sigue resultando) molesta. Porque la traducción del topónimo griego, Ζάκυνθος /Sákinzos/, en nuestra lengua es Zacinto. La sensualidad de la ese sonora inicial (de la que, de todas formas, carece el español), la grácil combinación de los sonidos n+z y el ritmo de esdrújula se pierden completamente en la cacofónica sucesión de zetas y la burda similitud con la palabra "jacinto". La segunda denominación de la isla, Zante, la más extendida, es, sin duda, mucho más sonora, pero no deja de ser el nombre veneciano de la isla y remite inevitablemente a los siglos en que ésta formaba parte de la Serenísima República. Algo así como seguir llamando Constantinopla a Estambul (cosa que los griegos siguen haciendo, pero esto es harina de otro costal).


Me planté, pues, en Zante con buena disposición, pero también con mis reservas. Aparte del tema del nombre (que, en cualquier caso, se aplica a numerosos topónimos helénicos), mi recelo se debía al hecho de que ésta es una de esas islas que, como Rodas o la costa norte de Creta, se han vendido al turismo de masas más descarnado, siguiendo la receta ibérica (pero sin moles de hormigón de por medio). De hecho, la bahía de Laganás, al sur de la isla, con sus 9 km de arenal paradisiaco, es paradójicamente el centro del horror: un sinfín de hoteles, bares, tiendas de souvenirs y artículos de playa se alinean uno tras otro sin encanto ni armonía a lo largo de las carreteras... 

Pero detrás de toda esta monstruosa maquinaria del turismo de playa y cerveza se esconde una isla llena de frondosa vegetación, bosques de olivos, pinos y cipreses, hermosas iglesias de inspiración veneciana y algunas de las costas más impresionantes de Grecia y probablemente del mundo. Y es que Zante, como leí en algún sitio, es una isla un tanto esquizofrénica. Sólo así se explica que en la misma bahía de Laganás, a apenas unos kilómetros de la sobreexplotación hostelera, se encuentre uno de los principales puntos de reproducción de la tortuga boba (caretta-caretta), en peligro de extinción. Con un poco de suerte y buena forma física es posible encontrarse con una de ellas de camino al islote Pelouzo, a pocas millas de la arena.

La capital de la isla, aunque arrasada por un terremoto en los años cincuenta, sigue conservando su aire mestizo y la impronta veneciana es evidente, tanto en la arquitectura, como en la gastronomía y algunos topónimos. La panorámica de la ciudad y el puerto es especialmente bella desde Bochali, el pueblito que se extiende a los pies del castro.
 Conforme nos adentramos en el interior de la isla, Zante va adquiriendo otro carácter, pueblos minúsculos esparcidos a lo largo de las carreteras serpenteantes entre el mar de árboles que se expande desde la llanura central hasta las montañas más altas del extremo norte. Zante, fior di Levante llamaban los venecianos a la isla que ocuparon durante trescientos años, por su inmensa variedad floral, y es un alivio constatar que, a pesar de haber entregado su enorme bahía al turismo, el resto de la isla se conserva prácticamente en estado puro.

La escarpada costa occidental de la isla esconde un sinfín de calitas rocosas, cuyo difícil acceso (algunas por caminos de tierra, otras solo por mar) las preserva de las hordas de turistas. Bañarse en el interior de las llamadas Cuevas Azules es una experiencia sencillamente indescriptible.

Pero la más célebre es sin duda la playa del naufragio (Navagio), un entrante de arena blanca bajo un acantilado de más de 400 metros, dominada por un barco de contrabando de tabaco que naufragó en estas costas en los años ochenta. No obstante, son tantas las excursiones que se organizan que el lugar se difruta mucho más desde el faro de Kerí, en lo alto del acantilado, que a pie de mar. 

Nosotros fuimos afortunados y dimos con un buen capitán que, al ver el horror en nuestros rostros ante el desembarco de cientos de turistas frente al esqueleto corroído del barco, se ofreció a llevarnos a la calita vecina, donde no había ni un alma: sólo un enorme bancal de arena blanca, empequeñecida por el imponente acantilado que se erigía tras ella. Y, como si los náufragos fuéramos nosotros, nos quedamos allí una hora, entre el mar azulísimo del Jónico y la inmensa roca blanca que amenazaba con caer sobre nuestras cabezas. Mientras cientos de turistas recorrían las entrañas del viejo barco varado en la arena, en la calita contigua, nosotros nos sentimos, por unas horas, auténticos náufragos.

1 comentario:

  1. El turismo puede llegar a destruir lugares maravillosos. Afortunadamente siempre queda una calita inaccesible, un valle perdido o un pueblecito olvidado para hacernos sentir únicos.

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