19 agosto 2014

Paraísos varados

Dos años, dos, hacía que no ponía un pie en las Cícladas. Por increíble que parezca. Dos años sin surcar su mar y sin atracar en sus puertos. Y no sé si será la inmediatez del avión (medio utilizado en mis últimos traslados, más por necesidad que por convicción) o el verdor del Jónico, el caso es que he vuelto a descubrir el encanto del secarral cicládico y la energía milenaria del Egeo.

 


Esta vez repetía isla. La imponente Portara, único vestigio del Templo de Apolo, volvía a recibirme en el puerto de Naxos. Frente a mí, desde el muelle, Jora, un montículo de casas blancas coronado por la piedra tostada del viejo Castro veneciano. Pero a partir de ahí, una isla nueva, diferente e insospechada se desplegaba ante mí a medida que me adentraba en su interior solitario y montañoso.


La Naxos cosmopolita, la de los cafés a pie de playa y los bares de postureo, la de las tabernas a rebosar y los wind (y kite) surferos europeos me era, por primera vez, totalmente ajena. En cambio, conforme me acercaba a mi destino, una playa de ensueño flanqueada por cedros y, de fondo, varias casitas dispersas a los pies de las montañas desnudas, iba descubriendo la otra cara de la isla, esa que ni aun en vísperas de la Virgen de Agosto pierde la calma.


El plenilunio de agosto, tan significativo en la tradición griega, me dio la bienvenida aquella primera noche en la que el mar se tornó de plata y en el horizonte se discernían los perfiles de las montañas circundantes y aun la silueta de las islas vecinas. La única orquestación: el silbido del viento y el murmullo del mar "en la noche platinoche". Otro retazo de paraíso varado en mitad del Egeo.

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