19 marzo 2013

Acorralados

Con ánimo de lunes, aunque sea martes, debido al largo fin de semana de carnaval, que concluyó ayer con la festividad del Lunes de Purificación, me desayuno con el café la crisis de deuda chipriota. Y no doy crédito (nunca mejor dicho).

Pancarta en Nicosia, ayer (Foto: Filip Singer/ EFE)


Dado que Chipre es una gran desconocida para el español medio (como lo era, a pesar de su ingente bagaje histórico y cultural, la misma Grecia hasta el 2010), me gustaría dar unas pinceladas de lo que esta pequeña isla aparcada en el otro extremo del Mediterráneo ha sido estos últimos años. Pinceladas las mías empapadas de recuerdos, impresiones y vivencias, es decir, cargadas de subjetividad, pero a la vez, tamizadas por la honestidad y el respeto.

Visité Chipre hace casi una década, invitado a pasar la Pascua con unos amigos. Años de vacas gordas, cuya carne finalmente resultaría ser de caballo. Por aquel entonces vivía en Wimbledon, a las afueras más acomodadas de Londres. En seguida me llamó la atención el altísimo coste de la vida que nada tenía que envidiar al de la capital británica. Si mal no recuerdo, la libra chipriota (que sucumbiría al euro en 2006) era entonces más fuerte que la esterlina. 

Chipre en sí no me apasionó. No terminaba de acostumbrarme a esa mezcla de British lifestyle (impronta de su pasado colonial), aires de nuevos ricos (ya entonces el turismo y la banca habían traído dinero a espuertas) y la estética urbana de la Nicosia moderna, fea y descuidada, más propia de una ciudad provinciana de los noventa que de una capital. Evidentemente, lo pasé en grande; visité castillos medievales, playas idílicas y rincones mágicos, como la Petra tu Romiú, la playa donde, según la mitología, nació la diosa Afrodita. Me empapé de la historia milenaria de la cuenca mediterránea, desde la prehistoria y la Antigüedad Clásica (que definió a la isla de por vida dentro del mundo griego) hasta la ocupación del tercio norte de la isla por el ejército turco en 1974, pasando por las Cruzadas y Ricardo Corazón de León.
Petra tu Romiú, donde nació la diosa Afrodita


Sin embargo, no encontré la chispa de la electrizante Grecia, a pesar de las innumerables similitudes entre ambos países: patrimonio cultural, agitada historia, lengua, religión... Hasta comparten el mismo himno nacional. De hecho, muchos chipriotas y griegos se definen como una misma nación repartida en dos Estados. Una suerte de hermanazgo difícil de entender para el extranjero.

¿Qué fue, pues, lo que me impedía fundirme con la isla de Afrodita del modo que lo hacía con Grecia? Precisamente los efectos del juego financiero que ahora amenazan con llevar al país a la ruina. Los chipriotas que conocí, amigos de amigos, me parecieron amables y hospitalarios. La filoxenía helénica, sin más ni más. Sin embargo, la imagen que me formé del chipriota medio es la del provinciano (conservador, tradicional, patriotero) que de pronto se ve con dinero en el bolsillo y se convierte en el peor de los nuevos ricos. Solo así se explica que el país careciera de transporte público, excepto alguna que otra tartana hecha trizas que pasaba de vez en cuando cargada de inmigrantes. De hecho, la creación de una red eficiente de transporte público era uno de los requisitos para el ingreso en la UE, que tendría lugar pocos meses después de mi visita.

Los chipriotas vivían como ricos, o riquillos, y solo se desplazaban en su propio coche. De ahí que tampoco hubiera aceras como es debido (en muchos casos, simplemente no había). Las chicas hacían window-shopping desde su coche, que recorría a 20 km/h la céntrica avenida Makariou, el eje comercial por excelencia. El encanto y el misterio de una ciudad como Nicosia, con un interesante pasado medieval y un apasionante statu quo, dividida en dos sectores (grecochipriota y turcochipriota) por la línea verde, al más puro estilo berlinés, se veía neutralizado por estos brotes de "nuevorriquismo" con todo lo que conlleva.

La línea verde, tierra de nadie que divide los dos sectores de Nicosia

No me pude acostumbrar a la idea de estar en una isla mediterránea donde la gente no camina ni pasea, dejando sus solitarios parques para uso exclusivo de los inmigrantes, una casta aparte, imposible de confundirse con la autóctona, homogénea clase del chipriota acomodado. Todo el mundo tenía una filipinesa en casa, una asistenta no necesariamente de Filipinas, podía ser de Sri Lanka o de Paquistán, pero esta nacionalidad designaba genéricamente a cualquier empleada del hogar... extranjera, claro está, pues esos menesteres no eran del nivel de los chipriotas.

Ahora, muchos años después de aquel viaje, Chipre se encuentra al borde del abismo. Y me parece increíble. ¿Cómo es posible que todo ese bienestar, esa ostentación que nada tenía que ver con la del griego pre-crisis (basada en el espejismo de los préstamos personales y las tarjetas de crédito) se haya esfumado como por arte de magia? La banca chipriota lleva cerrada desde el viernes por orden gubernamental y lo seguirá estando hasta el jueves para evitar la retirada masiva de capital y el pánico que ello ocasionaría. Sus sucursales en Grecia tampoco han abierto hoy. Si la votación en el parlamento chipriota sale adelante, los contribuyentes habrán perdido de un 6% a un 12% de sus ahorros sin comerlo ni beberlo. Antes en mi tierra a eso se le llamaba robar. Ahora ya no me fío de nada ni de nadie.
Centro histórico de Nicosia (sector grecochipriota)

De pronto, me viene a la memoria una tarde de paseo a orillas del Mediterráneo, pero esta vez en la otra punta, en España, con mi amiga Sandra y su hermano Leo, ambos argentinos, afincados en Londres y Tarragona, respectivamente. Aún estábamos en la cresta de la ola, otoño de 2005, y comentaban el desenfreno hipotecario español, comparándolo con la quiebra de la banca argentina que había sumido al país en el caos apenas un lustro atrás. Yo escuchaba atentamente en silencio, mientras decía para mí: es imposible que algo así suceda en España. Esto es Europa, tenemos el apoyo de la UE. En caso de necesidad, de cualquier índole, estamos amparados. Ahora me doy cuenta de lo ingenuo e inocentón que era... Que, probablemente, éramos todos.

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