11 febrero 2013

Inquilinos efímeros

Es domingo por la mañana temprano y subo las escaleras de la estación de metro de Metaxuryío. Franja a franja se va abriendo sobre mi cabeza el horizonte urbano. Primero un cielo, no del todo raso, pero donde se impone el sol. Después, construcciones de hormigón, taxis amarillos y, al fin, la plaza Karaiskaki, esa que los turistas suelen confundir con Omonia. El trasnoche del sábado hace de esta una jornada, si no de resaca, sí de fatiga. No importa, me digo, merece la pena. Al fin y al cabo, no todos los días se organizan visitas guiadas, y además de balde, al parque que alberga lo poco que queda de la Academia de Platón. Es lo menos que puedo hacer por el filósofo.

En cuanto me ubico, activo el GPS y la calle es mía. He mirado y remirado diez veces la mejor ruta para llegar al parque. Desde aquí tengo algo menos de veinte minutos a pie, pero es domingo y no sé cuándo llegaré el autobús ni qué parada me viene mejor. Así que decido caminar, me ayudará a despertar y, además, tengo mucha curiosidad, aderezada con una dosis de cautela, por patear este barrio, bastante deprimido, como casi todo lo que se extiende al norte de Omonia.

Hace solo unas horas atravesé en coche estas mismas calles, circunvalé la misma plaza, y el paisaje no puede ser más distinto. De madrugada, al otro lado de la ventanilla se desplegaba el escenario de una película policiaca: riñas entre yonquis descamisados con intervención policial, chicas con minifalda paseándose junto al bordillos de las acera, sombras humanas que se escurren entre los cubos de basura y se rebullen entre mantas y cartones que esta noche serán su hogar. Es un plano rápido, pero de sobra esclarecedor. La plaza es una herida abierta de la miseria nocturna de la urbe. Ahora, sin embargo, no hay vitrinas protectoras que valgan y el plano secuencia se alarga mientras camino con la parsimonia del resacoso. Todo ha cambiado. La calle ha sido tomada por personas de todo tipo, aunque predomina la gente mayor. Es domingo y el tráfico es ligero y, se diría, casi silencioso. Negocios cerrados y hoteles en funcionamiento, con un aspecto impecable.

Cruzo las vías del tren y me adentro a poco en el barrio que toma el nombre del sitio arqueológico que delimita: Akadimía Plátonos. Sin duda, este fue en tiempos un vecindario de lo que los atenienses llaman "la vieja Atenas", donde las casas bajas, la mayoría con patio, se alternaban con descampados y solares, donde poco a poco iban levantándose horrendos bloques de viviendas que marcarían por siempre la ciudad.


Hoy se mezclan los inquilinos del ayer, ya ancianos, con los del mañana: chiquillería que juega en la calle (la mayoría extranjeros, pero también griegos), niñas que emprenden el camino al centro, cargadas de globos que venderán a familias medias en Ermú o Monastiraki.


En la plaza de la iglesia de San Jorge, las réplicas de los pedigüeños contrastan con los juegos infantiles y las conversaciones de los hombres en el café. Es un barrio de gente humilde, obreros, emigrantes... y al contrario de lo que esperaba, se respira un aire de vecindad, de convivencia.


Camino por una calle tranquila, cuando me cruzo con dos viejecillas cogidas del brazo a la altura de una furgoneta, en cuya parte trasera un hombre de mediana edad y tez morena infla globos parecidos a los que llevaban las muchachas calles atrás. En ese momento, uno de ellos  revienta y el estruendo provoca el respingo de ambas señoras que rápido se licúa en risas inocentes. El hombre pide educadamente perdón, signomi!, con una sonrisa, tímida pero ancha, que deja relucir su blanquísima dentadura, y una mirada de ojos redondísimos y negros que irradia bondad. Por un instante todo parece en equilibro en esta Atenas desequilibrada, cuyos inquilinos de día parecen querer enmendar los excesos y tropelías de los inquilinos de la noche.

Atenienses de pura cepa o griegos de provincias, gitanos o paquistaníes... Todos inquilinos efímeros de un pedazo de planeta por donde hace siglos se paseaba un tal Platón y que dentro de otros tantos seguirá hospedando a nuevos inquilinos por una breve temporada. A ver quién se lo explica a esos neonazis descerebrados, el cáncer de la civilización, que se autoproclaman dueños de una tierra cuya historia desconocen y cuya esencia son simplemente incapaces de comprender.

De la Academia hablaremos otro día. Platón bien vale una entrada en exclusiva.

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