01 abril 2011

El consuelo del pobre

Siempre he pensado que el único consuelo que les queda a los pobres es la luz o, en su defecto, el calor. Ya sea en forma de plato de sopa bien caliente, que será lo único que no falte en la mesa del pobre, o en forma de enorme bola de fuego que de pronto con su sola presencia alivia las preocupaciones, endulza las penas y acaricia el alma. Es esta reflexión obligada el día de hoy, primero porque es verdad, y además porque estos primeros días en que despunta la primavera, la naturaleza ha empezado a recompensar a quienes aún quedan a bordo de este país a la deriva. Porque si últimamente me he sentido identificado con alguien, es con el marinero que se resiste a abandonar la nave aunque esta parezca haber perdido el rumbo y dirigirse al precipio que marca el fin del mundo (¡ah, pero la tierra no era redonda?).

Lo es. Un poco achatada, según cuentan, pero pese a todo esférica; o sea que si no erramos mucho nuestra trayectoria, nuestra ruta completará pronto su ciclo y donde estoy estuve, y donde estuve estaré, etcétera. Como nuestro planeta, resulta que las estaciones también son cíclicas (otra cosa es que a veces nos vengan mejor o peor dadas), así que no deja de ser curioso que nos sorprendamos tanto cuando llegan esos primeros haces de luz celestial... Del mismo modo, nuestros estados de ánimo son cíclicos, porque cíclicos suelen ser también los factores que los provocan, aunque esto lo olvidamos con más facilidad... Y yo no sé si habrá sido el azar, la estancia insospechada de tres o cuatro planetas en la octava casa de Virgo, o el Mercurio retrógrado (anádromos Ermís lo llaman aquí, que suena mucho mejor), pero en mi caso particular, ambos ciclos, anímico y estacional, han convenido en cambiar a la vez... otra vez.

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