09 julio 2015

Una extraña saudade

Todas las lenguas tienen palabras intraducibles, palabras que designan pensamientos o acciones intrínsecos de la cultura a la que va ligada. Lo es nuestra sobremesa, costumbre muy mediterránea, que aunque existe también en Grecia, aquí no recibe entidad propia y, por tanto, tampoco designación. Justo lo contario ocurre con el filótimo griego (su palabra intraducible por antonomasia), que contiene lo amable, lo hospitalario, lo cortés (filos, amigo) y lo honroso, lo justo (timí, honor).  Tener filótimo es tomar conciencia de lo que es correcto y bueno y ejecutarlo, comportarse de forma intachable, ofrecer lo mejor a la familia, los amigos y la sociedad. Muchos de los comportamientos que los griegos incluyen dentro del filótimo los reconozco como propios de mi cultura, aunque el español no tenga una palabra para designar todo ese compendio de virtudes.


Otra célebre palabra intraducible es la saudade portuguesa, emparentada con la (también intraducible) xenitiá griega. La diferencia entre ambas parece estribar en que mientras la primera se refiere a la morriña (por definición, de la tierra natal) y la añoranza de alguien o algo, la xenitiá designa, más que el sentimiento, el espacio físico, la región geográfica que no es la tierra de uno, el extranjero, el resto del mundo, adonde, claro está, no se va por placer, sino por necesidad. De ahí, las expresiones éfiye stin xenitiá (lit. "se fue a la xenitiá", como tantos jóvenes españoles emigran hoy día en busca de un futuro mejor) o las "canciones de la xenitiá", que expresan la morriña de los griegos de la diáspora. Ambos conceptos, pues, saudade y xenitiá, son similares, pero el segundo implica la expatriación forzosa, pues no hay mayor dolor para un griego que el abandonar su tierra, por muy mal que estén las cosas en ella.

Todo esto venía yo pensando en el autobús tras retirar mi dosis de euros diaria. Mi cajero habitual funcionaba normalmente; la única diferencia es que había cola (cinco o seis personas delante de mí), cuando suele haber una o ninguna. Una cola, por lo demás, inusitadamente tranquila y ordenada (rara avis por estos lares). Esperé mi turno pacientemente. En el momento en que el dispensador me entregó mis tres billetes azules, sentí una sensación extraña, mezcla de alivio (¡hay dinero!) y sumisión (como el adolescente que recibe la paga de sus padres), que sentí compartir con el resto de la fila.

En la puerta del banco, un grupo de personas de mediana edad, charlando traquilamente, café en mano. Comprendí que eran los empleados (normalmente siempre hay alguno, todo trajeado, hablando por teléfono o dándole caladas a un cigarro). Hoy se me hizo raro ver a tantos, y además con ropa informal. En esta segunda semana de corralito, en los alrededores del banco reinaba una inusitada tranquilidad. Después decidí coger un autobús, el 040, una de las líneas más concurridas, que une Syntagma con El Pireo. A pesar de ir prácticamente lleno, en el interior, de nuevo, tranquilidad. Nada de empujones, pisotones, conversaciones por el móvil..., en fin, el jaleo habitual de una agitada mañana de diario en una ciudad sureña. 

Anoche me llegaban ecos de lo que el facherío patrio va difundiendo por ahí: ola de robos y violencia inusitada... Nada más lejos de la realidad. A mis ojos, la situación actual de Atenas es de absoluta normalidad por fuera (todo [dis]funciona más o menos igual que en los últimos tiempos), pero de una honda saudade por dentro. Los griegos no están tensos, no. Ya liberaron tensiones el domingo en las urnas. No están aterrorizados, no. A estas alturas su umbral del miedo se ha desintegrado, de tanto romperlo. Están tristes. Preocupados y abatidos. Pero admirablemente serenos.






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