31 agosto 2013

Heridas de guerra

Se va un verano más. Casi sin darse uno cuenta. El mes de agosto es traicionero, como el sol poniente que se espera con anhelo y en apenas unos minutos se escabulle por entre los dedos. Tiemblo tan sólo de pensar lo que se avecina en septiembre: una Atenas de nuevo a rebosar, pero paradójicamente mucho más inhumana que en los interminables días del estío; la amenzante promesa de un nuevo memorándum para aprobar un re-re-rescate y, en suma, la histeria colectiva de la depresión postvacacional combinada con la agonía, cotidiana ya, que trae consigo la incertidumbre de estos tiempos de crisis.



El verano, como de costumbre, actúa como una venda mágica que retiene y oculta todas las heridas del espíritu, las preocupaciones y las miserias del día a día. Sobre todo a ojos del turista, cuyo número ha aumentado considerablemente este año, por obra y gracia de Taksim y El Cairo. "¿Dónde está la crisis?" es probablemente la frase más recurrente al ver la animación estival de estas tierras. Pero no quisiera que esta imagen entre algodones de tierra dura pero fértil salpicada por el mar y la Historia nublara el entendimiento del visitante. Por desgracia, incluso en estos meses de dolce vita las huellas de la crisis son palpables, como heridas abiertas de una guerra que no ha terminado todavía. Me encuentro un par de semanas en el Centro Internacional de Escritores y Traductores de Rodas, con motivo de un seminario. El centro, un bellísimo edificio neoclásico situado en un altozano sobre el mar, ha visto reducida su financiación y, por consiguinete, también su actividad a la mínima expresión. Las instalaciones son, a priori, envidiables: biblioteca y salas de trabajo, además de una docena de habitaciones a modo de residencia con cocina y comedor para uso común. Sin embargo, la falta de fondos se hace patente en las fachadas despintadas del edificio, la humedad lacerante en varios armarios de la cocina (precintados por higiene) y en lausencia de una persona encargada de la limpieza y el mantenimiento diario del edificio.


Miro por la ventana desde el escritorio de mi habitación, que está en la segunda planta. Una palmera que baila al viento, marejadilla en el Egeo y, al fondo, los días más claros, las costas de Turquía. Ni rastro de civilización. Y me siento afortunado de haber podido participar en un encuentro de estas características (posible gracias al abnegado trabajo, en algunos casos altruista, de sus organizadores) en un sitio como este, en peligro de extinción, la misma que sufrieron hace unos meses el Centro Europeo de Traducción (EKEMEL) primero y el Centro Nacional del Libro (EKEBI) después. Por eso, ahora que termina el verano, siento más que nunca que hay que volver a la carga con las pilas cargadas. Para evitar que estos supuestos rescates sigan carcomiendo no solo los cimientos de la sociedad, que no son otros que la educación y la sanidad, sino tampoco los revestimientos que la hacen más bella, como el arte en todas sus manifestaciones. Para defender nuestro patrimonio, que es nuestro futuro. Para que no nos avasallen.

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