09 septiembre 2012

Riña de gatos

Iraklio no es lo que se dice una ciudad bonita. Sobredimensionada por su estatus de capital administrativa de Creta, la parte moderna de la ciudad, que recuerda a la peor Atenas, ha fagocitado su elegante casco histórico, legado en su mayoría por los venecianos. Con todo, Iraklio sigue siendo un mal necesario, una base estratégica de entrada y salida de la isla y un campamento base sin par para plantarse en Knosós, el corazón de la civilización minoica, a primera hora de la mañana, antes de que las hordas de turistas profanen el lugar, que el sol impenitente irá arrasando conforme pasan las horas.

No obstante, para mí Iraklio se salvó gracias a un acontecimiento fortuito y del todo irrelevante que me permitió degustar, además de una de las mejores bugatsas que he probado, una escena con sabor a auténtico y castizo, de esas que imprimen carácter a las ciudades. La bugatsa es un dulce tradicional que los griegos de Asia Menor introdujeron en el país en los años veinte, cuando se produjo el intercambio de poblaciones entre Grecia y Turquía. Se trata de una empanada de pasta filo, rellena de crema o misizra (el requesón griego) y se sirve caliente. En la plaza Morosini dos son los cafés que, si sus carteles no mienten, rivalizan por servir la mejor bugatsa desde 1922. El uno mantiene la estética y el mismo cartelón de madera pintado a mano de antaño. El otro, más grande, completamente renovado, parece una más de las cafeterías modernas que se estilan en Grecia. Obviamente, me decanto por el primero; la solera manda. Gracias al servicio rápido y correctísimo, me abandono al delicioso paladaeo semicálido de la bugatsa, contemplando la mítica fuente de los leones en medio de la plaza y me olvido del caos de cemento y tráfico que sofoca el bello ecosistema del centro histórico. 

Y entonces comienza el espectáculo. Cada pareja que atraviesa la plaza y pasa por delante de los cafés es abordaba por ambos camareros a un tiempo. Saludos, sonrisas, reclamos de la mejor bugatsa o la mesa más agradable como toda artimaña para ganarse al cliente. Las mesas de la terraza de uno y otro local están pegadas, sin distancia de seguridad ni tierra de nadie de por medio, y la probabilidad de decantarse por uno u otro es del cincuenta por ciento, sin más criterio aparente que el grado de simpatía que el camarero despierte en el viandante. Cada vez que se ganan un cliente, los camareros no pueden reprimir una pícara sonrisa, como si se marcaran un tanto y al fin del día se publicara el resultado de quién ha "regateado" más clientes al contrincante. A veces, si ven que los potenciales clientes titubean y no logran decantarse por ninguno, se enzarzan en una pugna dialéctica, ensalzando el producto propio y lanzando dardos con la dosis justa de veneno al del vecino. Del mismo modo, en sus momentos de asueto, cuando no hay cliente a la vista, mascullan una sarta de provocaciones, como quien reza el rosario, en voz lo suficientemente alta para que lo oiga el otro. Y así pasan la tarde, riñendo medio en serio medio en broma, como seguro habrán hecho sus antepasados desde el año veintidós, disputándose la clientela, que sigue acudiendo cada tarde a su cita con la mejor bugatsa de la plaza con más solera de la ciudad.


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