16 agosto 2011

Crónicas de la ciudad fantasma

Atenas en pleno agosto. Tarde de estío y abandono. Las calles del centro, liberadas por fin del martirio del tráfico, supuran una calma viscosa y se resbalan colina abajo como ríos de plata que refulgen bajo el sol. El Dekapendávgustos, la fiesta del 15 de agosto en que se conmemora la asunción de la Virgen, es aquí una festividad comparable a la Pascua o a la Navidad y los griegos acuden en masa a diversos puntos de peregrinación (el más famoso en la cicládica isla de Tinos) o a sus segundas residencias lejos de las urbes. 

A pesar de la fuerte presencia de turistas que recorren las callejuelas del centro y se encaraman a la Acrópolis o al Areópago, fuera de los circuitos turísticos Atenas queda estos días reducida a un desierto de asfalto y hormigón, habitado solo por un puñado de personas, muchas de tez oscura o manos arrugadas. Afuera todo parece desarrollarse de forma lenta y perezosa, excepto el crepitar frenético de las cigarras. Incluso los quioscos, emblema cotidiano de la Grecia contemporánea, están cerrados. Esta pesada calma de aceras desnudas y persianas bajadas hace que te fijes mucho más en la poca gente que se cruza en tu camino, preguntándote a qué dedicarán estos días de sol y plomo, si sus trabajos les obligarán a permanecer aquí o es el bolsillo quien les impide marcharse, si cuando lleguen a casa alguien les estará esperando o si se encuentran solos... 

Las grandes ciudades son siempre desiertos llenos de gente, pero estos días Atenas es un desierto vacío.



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